Osiel va manejando en la carretera, iba a regresar antes pero lo agarró la noche. Algo así esperaba que pasara. Había ido a dejar a unos turistas a Bacalar y ahora iban solo él y un individuo a quien accedió a llevar para aprovechar el viaje de regreso a Cancún. La carretera estaba por tramos bien iluminada, sin embargo había partes donde reinaba la oscuridad total. Era una noche sin luna, así que solamente se veía la vegetación de la selva local a los lados y la carretera en medio alumbrada por los faros del vehículo. La camioneta era una van grande, le cabrían en total unas quince personas, por lo que se sentía vacía justo ahora.
La carretera tenía poco tráfico, a pesar de ser las 10 de la noche. Solamente se oía la música de la radio intermitente pues por momentos se iba la señal. Entonces se escuchaba ruido blando, a lo que Osiel estaba acostumbrado. Osiel miró por el retrovisor y vio al pasajero, quien veía por la ventana. Parecía absorto en la selva, fascinado por ella, sin embargo Osiel sabía que contemplaba su panorama interior. No había dicho prácticamente nada desde que se subió al coche, así que Osiel decidió empezar la conversación. Después de todo, le estaba haciendo un favor, no había pagado por el viaje, al menos podría tener una buena conversación.
— Interesante la vegetación ¿Qué le parece?
— Ah, muy bien, nunca había visto este tipo de selva.
— Y debería verla de día, es una selva densa, no se puede pasar caminando.
— Oh si, ya veo. Verá yo soy del centro del país y ahí la vegetación es completamente diferente, tenemos coníferas y están espaciada unos árboles a otros. Es más como un bosque. Aquí por lo que veo es una selva, se le llama diferente.
— Así es, pero le mentí sin querer, si hay lugares donde da espacio la selva: en los cenotes, que hay bastantes también.
— Entonces el peligro más bien está en el suelo, debe ver uno bien por donde pisa.
— No se crea, por lo general son aberturas grandes en el suelo, a varios metros de distancia se distingue que hay algo diferente en el terreno. Tiene que tener uno muy mala suerte para caer en un cenote pequeño. El peligro estriba más en las aguas del cenote, son engañosas.
— ¿Cómo engañosas?
— Supe de un caso de unos muchachos, de 18-19 años que se fueron a bañar a un cenote. Vieron una abertura, de donde se entraba a un río subterráneo. Se les hizo fácil meterse un poco a la entrada, vieron peces adentro nadando seguramente. Igual había algo adentro, posiblemente algo brillante. Se aventuraron a ir más profundo, varios metros abajo. Los cenotes no tienen corriente pero los ríos subterráneos si, aunque es leve. Sin embargo fue suficiente para arrastrar a los muchachos, quienes no pudieron nadar para salir, pues además abajo se vuelve muy oscuro. Al final se los llevó la corriente. A los días de desaparecidos se hizo una búsqueda con buzos espeleólogos y se encontraron los cuerpos en una caverna profunda.
— Terrible, me imagino que nadar en los ríos subterráneos es muy difícil, sin luz espacio reducido, incluso para buzos experimentados.
— Exacto, debe uno tener respeto por esos ríos, no tomarlos a la ligera, además son nuestra fuente de agua dulce.
— Claro, la tierra filtra el agua de lluvia y queda agua dulce en el fondo. Pero a la naturaleza siempre se le tiene que tener respeto. He sabido casos en los que la gente se adentra en las montañas en el bosque, puede ser por la tarde, van confiados y de repente les cae la noche. Entonces ya no pueden regresar por el mismo camino. Hay quienes tienen que pasar la noche durmiendo a la intemperie, si están bien abrigados no habrá mayor problema, pero hay casos en los que la gente se pierde en el bosque y nunca se llega a volver a conocer su paradero.
— ¿Pero qué les pasa? ¿Algún animal los atrapa?
— Pueden pasar muchas cosas, claro, hay animales salvajes cazadores, también puede que caigan de un barranco. Puede que se pierdan en la espesura del bosque y nunca encuentren la salida.
— Oh si, a veces la naturaleza puede ser brutal. Me recuerda a aquella historia de unos pescadores que salieron un día a pescar y se quedaron sin gasolina ni radio, por lo que no pudieron regresar y se quedaron a la deriva 9 meses deambulando en el océano Pacífico. Así estuvieron hasta que un barco atunero los rescató del otro lado del mundo.
— El mar no perdona, te puede dejar a la deriva por tiempo indefinido, con total indiferencia.
— Por fortuna eran pescadores, por lo que pudieron apañárselas pescando. Pero comer pescado crudo por tres meses debe ser muy duro. Además de la inclemencia del sol y sin agua potable.
— Se debe tener una voluntad férrea para sobrevivir eso. Es sorprendente de lo que el ser humano es capaz en situaciones extremas.
— Si, a veces me asombra esa voluntad de vivir tan grande, aunque no se tengan ideas tan elevadas ni fines tan nobles, a veces lo más elemental se vuelve el clavo ardiente al cual nos aferramos. Pero ¿porqué es necesaria la adversidad para que aflore la voluntad de vivir? ¿O será que ya existía y solo es un reflejo de lo que ya estaba ahí?
— Pues yo diría que la adversidad purifica el alma, que cuando uno inicia el camino, no es el mismo que cuando lo termina, por tanto la adversidad forja el carácter. La adversidad es necesaria para que la persona crezca.
— Estoy de acuerdo de manera general, pero ese punto de vista solo es válido para años y la extensión de la vida de una persona. Sin embargo, aquí estoy hablando de hechos más puntuales, una crisis en un momento dado, que hace que salga lo que ya había adentro. Ya existe la predisposición a los grandes sentimientos, los eventos son simplemente lo que hace falta para que se muestre el verdadero ser interior.
— Aún así no estoy de acuerdo, aunque sea un evento dado, el evento mismo hace que cambie el ser en cuestión, no puede quedarse igual. Es un poco como pensaban los antiguos alquimistas: el fuego purifica. Someter algo a fuego externo cambiará su constitución interna.
— Pues yo no creo que el fuego me haya purificado a mi. He tenido pesares y aflicciones, como todo el mundo, y no veo ese supuesto cambio natural, no me siento más puro ni virtuoso.
— Bueno, pero no has naufragado por nueve meses en el océano Pacífico, supongo.
— No, la verdad he tenido una vida de lo más normal y corriente, trabajando ¿ya sabes? Mi vida ha sido una sucesión de días de esfuerzo sin remuneración inmediata. He visto, por otro lado el valor del esfuerzo y del trabajo pero no puedo decir que me haya cambiado profundamente.
— Yo, cuando era niño, tomé una excursión escolar, por el noreste del país, una zona montañosa. Fuimos en autobús. Había llovido mucho esa semana, pero nada fuera de lo normal. En una vuelta en la carretera en la montaña, no era ni siquiera muy cerrada y el autobús no iba demasiado rápido, pero la carretera se hundió y deslavó el piso del autobús, por lo que el autobús se quedó de lado y caímos al barranco. El autobús dio una vuelta completa. Sin embargo, como había unos árboles cerca del barranco, nos detuvieron y por fortuna no pasó a más. Todos sobrevivimos, solamente hubieron heridas menores. Salimos para contarla. Yo creo que esa experiencia me cambió profundamente, pasé de ser un niño miedoso y me convertí en un adolescente que mira a la vida de frente, alguien que con todo y el miedo hace las cosas que deben hacerse.
— Vaya, es una historia impresionante, pero mentiría si dijera que he vivido algo similar. Lo mío ha sido la larga espera y los resultados a largo plazo, la constancia es clave.
— Pues miente entonces.
— ¿Qué? ¿Cómo?
— Sí, me escuchaste, miente.
— Yo se que es común la mentira y todo, pero me cuesta mucho mentir, siento de manera casi física que algo está mal.
— Personalmente me encanta mentir, me da una sensación de libertad y de poder que no me da otra cosa. Además la mentira es la esencia del mundo, todo es mentira si te fijas bien en las cosas. Lo que sucede es que no somos muchos los que aceptamos este hecho.
Osiel no supo que responder, solamente miró por el retrovisor y vio la cara del pasajero. Ya no miraba a la ventana, lo veía a él por el retrovisor, sonreía, pero no era una sonrisa normal, como de genuina alegría, sino que denotaba complicidad, una culpabilidad y no sabía como, pero le pareció despiadada. Osiel tuvo miedo entonces, lo sintió en el estómago. ¿A quién había aceptado a llevar esa noche? Le había pedido el favor una persona del hotel, un conocido, por lo que había accedido, pero no sabía nada más. Por fin pudo contenerse y contestar.
— Bueno, supongo que vemos las cosas de manera distinta.
— Supongo que sí.
El pasajero miró su celular y dijo:
— La verdad no voy a Cancún, me harías un gran favor si me dejas en un lugar antes de llegar, es una entrada en la selva. Te puedo dar algo de dinero.
— Ok ¿Cómo se llama la entrada? ¿Dónde queda?
— Se llama Xibalbá, está a diez minutos según el mapa. Se entra por la carretera, pero no tiene anuncio.
— Ok, supongo que te puedo dejar sin problemas.
A Osiel se le pasó por la cabeza la posibilidad de un asalto o un robo de la camioneta. Sin embargo, algo había en el porte y la seguridad de aquel pasajero que le impedía creer que ese fuera su plan. Decidió llevarlo a su destino. A los diez minutos aproximadamente el pasajero le indicó la entrada a Osiel. En efecto, la entrada no estaba señalizada, era un camino de terracería en medio de la selva. Osiel condujo la camioneta algunos minutos, a pesar de ser terracería el camino casi no tenía irregularidades, por lo que fue muy fluido el trayecto. De repente, en medio de la selva se vislumbró una casa iluminada. Primero una luz en medio de la oscura selva. Después llegaron y observaron una reja metálica, muy bella. A lo lejos se veía una casa grande, decorada a la antigua con escaleras pomposas y una fuente en la entrada. Sin embargo había que caminar unos trescientos metros para llegar. Se veía gente caminando en el interior de la reja hacia la casa. La situación no podría ser más surreal: las personas usaban capas, máscaras y sombreros. Las máscaras eran de estilo antiguo, al estilo de los carnavales venecianos. Osiel se estacionó en la entada, donde habían dos guardias.
— Aquí me quedo yo– dijo el pasajero.
De un maletín que llevaba extrajo una máscara, una capa y un tricornio que se puso de inmediato.
— Muchas gracias, aquí tienes tu dinero por traerme hasta aquí. El trayecto es el mismo de regreso a la avenida. Después de lo cual el pasajero se apeó con la capa, sombrero y máscara puesta. Osiel pudo ver que llegó con los guardias, intercambió algunas palabras y posteriormente lo dejaron pasar a emprender el trayecto que quedaba hasta la casa a pie. Todo estaba bien decorado e iluminado, a Osiel le dio todo eso mala espina y decidió seguir su viaje a Cancún.
Llegó al estacionamiento de la compañía a dejar la camioneta, la estacionó y se apeó. Notó sin embargo que el pasajero había dejado su maleta. La vio con recelo y miedo ¿la abriría? La curiosidad pudo más. No sabía que encontraría, quizá algún secreto oscuro. Abrió la maleta, no encontró nada. La dejó en la oficina, no le daba buena espina aquella maleta. Llegó después a casa, no pudo dormir aquella noche.
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