Recientemente pasé unos días en un pueblo, al interior profundo de México. Ese México que casi no se conoce de primera mano porque está lastrado por el subdesarrollo. Y si bien no hay las mismas amenidades que en la ciudad, algo hay: luz eléctrica, algo de alcantarillado, radio. Las carencias son evidentes: no hay farmacia, no hay restaurantes, no hay librerías, no hay supermercados. Aquí se crecen las cosas, no se obtienen como en los grandes centros de distribución de las ciudades. Verduras, las que crezcan, frutas, las que de el árbol, maíz, si llueve lo suficiente, café, el que salga de la milpa para vender.
Hay una sensación de conexión con la tierra, el recurso en sí, con el abasto así como con la carencia. No es el mundo en el que hay de todo, simplemente hay que irlo a buscar al supermercado. Aquí hay que crecer las cosas. Así también hay un convivio constante con animales, de ganado, gallinas, guajolotes, caballos, están ahí, hay que lidiar con ellos, son parte de la vida. Hay que alimentarlos, tratarlos y usarlos para fines concretos. Existen de manera muy viva, están al alcance de la mano.
Ante este escenario bucólico en medio de las montañas es de admirar la belleza que le rodea a uno. El asfalto y el concreto ceden su puesto a la tierra y a la selva, a la milpa y al agua del río. A estos pueblerinos lo que les falta de ese conjunto de aparatos y recursos que llamamos civilización contemporánea, les sobra de belleza escénica.
La cultura del lugar lo sabe, solo hay que mirar a los atuendos tradicionales de las mujeres: están llenos de flores y plantas, un recuerdo constante del ambiente donde se está y de la gracia del Creador. Uno puede preguntarse si con el afán de poner en el centro de nuestro pensamiento a la razón, no hemos descuidado nuestra fuente de belleza. Ahora bien, lo bello no es para nada un lujo, es una necesidad humana primordial. Podríamos preguntarnos por el orden epistemológico. ¿Qué está antes la estética o la razón? El mundo funciona siguiendo las reglas inmutables que la razón humana ha aprendido a leer. Dichas reglas forman un andamiaje, un constructo total que solamente la estética puede apreciar. Así pues, las ciudades representan el imperio de la razón y el descuido de lo bello.
En la ciudad perdimos cierta forma de belleza bucólica, Es verdad, ganamos mucho usando la razón, pero uno no puede sino sentir nostalgia. Tal vez el concreto y el metal pueden suplir esta necesidad primaria y trascender hacia lo bello.
¿Qué ganamos yéndonos a la ciudad? Posiblemente lo estático, lo uniforme, lo sólido de la piedra y el concreto. Tal vez esta solidificación de la existencia dio paso al establecimiento de leyes rígidas de comportamiento. Tal vez esas leyes necesitan de un componente sólido para tomarse en cuenta. Yéndonos a la ciudad perdimos cierto tipo de suavidad epistemológica pero ganamos certezas de otro tipo.
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