Los resplandores

Este blog le trae ahora un cuento, lo que se narra a continuación es ficción de mi invención.

Las malditas luces habían atormentado a Rubén Loeza desde que tiene memoria. Tal vez no tanto. Tiene todavía imágenes difusas del accidente. Tendría cuatro o cinco años y en aquel entonces el mundo parecía ser mucho más grande y aterrador. Las cosas eran enormes, las escaleras, las resbaladillas, los automóviles. Cómo podían vivir las personas en dicho mundo era un misterio. Estaba en el parque jugando fútbol con otros niños. Decir fútbol es demasiado, eran tres niños pateando una pelota. Su padre estaba ahí cerca, sentado en una banca. Leía mientras el periódico, aquel papel enorme que manchaba las manos. Entonces entró una llamada, debía contestar el teléfono celular. Se levantó de la banca, se volteó a poner toda su atención en la llamada. Rubén a penas se dio cuenta, estaba tan metido en los vaivenes de la pelota, en hacerse con ella, controlarla. No se dio cuenta que se acercó demasiado al carril de bicicletas. Pasaba mientras un ciclista con retraso a su trabajo, iba rápido.

Rubén era bueno controlando el balón, no lo perdía de los pies. Además corría y corría y no se cansaba. Los otros niños eran dos años mayores.

— ¡Rueda lento este balón!

les dijo Rubén a los otros dos, mientras lo controlaba. Uno de los otros niños miró al otro con cara de descontento, éste le devolvió la mirada, la frustración era mutua. El oponente se dispuso a quitarle el balón, corriendo lo más rápido que pudo. Llegó al lado de Rubén y lo empujó. Rubén tropezó y la bicicleta no tuvo tiempo de esquivarlo. No hubiera sido un accidente tan aparatoso si no fuera por la roca que estaba junto al carril. La bicilceta lo embistió lo que le hizo caer sin poder meter las manos y se golpeó la cabeza con la roca. Sangre brotó de la cabeza de Rubén, la cual nunca vio porque quedó inconsciente. Lo único que supo después fue que estaba en un hospital y tenía puntos para cerrar la herida. Justo donde antes tenía cabello, hubo que raparlo para cocer. El ciclista había salido con algunos rasguños, pero llevaba casco afortunadamente. Una simple anécdota para él, a fin de cuentas no era su culpa. Sin embargo a Rubén le empezaron a atormentar las luces.

Cuando despertó vio a su madre sentada a un costado de la cama.

— Hijo, ¿cómo te sientes? ¡al fin despiertas!

Se levantó y lo abrazó. Rubén estaba mareado, volvió a descansar. Por fin lo dieron de alta y pudo llegar a casa. Ya despierto veía a su madre limpiar, hablaba de la comida

— Tu padre se levantó de la mesa y no lavó su plato, ya ves que piensa tanto en los demás.

En ese momento la luz de la ventana se le hizo insoportable a Rubén, había una especie de resplandor cegador que le hizo cerrar los ojos y voltear la cabeza. Sus ojos estaban lastimados por la luz.

— ¿Todo bien?

preguntó su madre.

— Sí si, todo bien, pero hay mucha luz y me lastima.

Su madre cerró la cortina. Siguió hablando mientras arreglaba.

— Ya ves que siempre hay trabajo que hacer, aunque sea en casa, tanto que limpiar. Siempre tengo que estar pensando en lo siguiente, ¡no puedo distraerme ni con el periódico!

Otra vez la luz, a pesar de que la cortina estaba cerrada, los bordes resplandecían y producían una luz molesta. Rubén volvió a cerrar los ojos y voltear la cabeza.

— ¡Me sigue lastimando la luz!

Y prosiguió a llorar, a fin de cuentas era un niño.

El episodio preocupó mucho a su madre. Primeramente llevó al niño al optometrista. El optometrista lo revisó, le hizo pruebas. Puso su cabeza en uno de esos aparatos con altitud ajustable con un foco y lo que parece ser un microscopio del otro lado. Increíblemente la luz del foco dirigida a su ojo la podía soportar. Luego le hizo una revisión para conocer que tan lejos veía. Todo bien, visión 20/20. Después fueron al escritorio.

— Todo bien, su hijo tiene buena vista. Posiblemente fuera debido al golpe de la roca, los ojos se pudieron dañar. Dudo que sea un problema trascendente. Si siguen las molestias puede regresar, traiga al niño, claro.

Su madre rió. Rubén por su parte le molestó la luz, provenía de uno de esos focos en forma de tubo blanco. Solamente volteó la cabeza hacia el piso. Ni el médico ni su madre se percataron.

Rubén se desenvolvió normalmente en la escuela, sus notas no parecían verse afectadas por el accidente. Creció de forma normal. Posiblemente lo único peculiar de su persona fuese que era un niño muy tímido y solitario. Su padre creía que todo era normal. Su madre quería seguir ayudando pero sin ir al médico, esos médicos poco podrían ayudar. Decidió probar con el Feng Shui.

Compró muebles nuevos, los cuales acomodó de tal forma que las energías fluyeran de manera natural. Así también compró espejos que acomodó en lugares específicos. Puso plantas, como el árbol de la abundancia. Así mismo, puso un móvil, de esos que se mueven y hacen ruido con el viento, de los que dicen que ahuyentan a los malos espíritus. La casa era un río espiritual, las energías fluían tanto como era posible.

Rubén por su parte se acostumbró al Feng Shui de su madre, al principio creía que era un juego solamente, después vio que tenía algo de serio. Terminó por aceptarlo así como las luces que veía de cuando en cuando. Lo aceptó como los niños aceptan la realidad que les toca vivir, con sus matices agridulces. Se acostumbró a evitar las situaciones donde le molestaban las luces. No sabía como decirlo, pero podía presentir que alguna luz lo iba a cegar. Volvía la cabeza, cerraba los ojos. Cabe decir que esta condición lo hizo un ser solitario. Las demás personas solamente empeoraban su condición, hacían más frecuentes e intensas las luces.

Así pasó la primaria, de manera aburrida, jugando videojuegos en modo solitario y viendo caricaturas. Envidiaba un poco a su hermano menor, Lucas, parecía que no compartía su condición. Era un niño normal y sociable. Rubén creció y en la preparatoria adquirió un gusto particular por la cultura y la música punk. Le gustaba usar el cabello corto de los lados, sólo una hilera larga en medio: el estilo ‘mohawk’. Solía escuchar a The Hives, a Green Day, Sum 41 y Blink 182, bandas punk pero con éxito comercial. Aparentemente las luces ya no presentaban mayor problema: sabía como evitarlas. Aún así usaba lentes de sol. En la hora de descanso se acostaba en el pasto con sus lentes, a tomar el sol mientras escuchaba música en su reproductor de MP3 y sus audífonos con cables.

Un día un profesor de matemáticas se acercó, se puso frente a Rubén y lo confrontó:

— ¡Mírate aquí nada más! Deberías echarle más ganas a las matemáticas, creo que tienes un talento natural. Yo te puedo ayudar a mejorar tu rendimiento académico.

Rubén se incorporó, bajó la cabeza y alzó los ojos, viendo a su profesor sin la intermediación de los lentes de sol y respondió:

— Ok profesor. ¿Sabe cómo me puede ayudar más? Quitándose de en medio, me tapa el sol.

El profesor rodó los ojos hacia arriba y dejó a Rubén en su baño de sol.

Cultivó en sí esa actitud esa actitud rebelde hacia todo, con un aprecio por lo grotezco. Verdaderamente no era aprecio, era más bien un deseo por causar repulsión en los demás. La repulsión que él sentía por el mundo no la iba a arropar, ya había aceptado muchas cosas desagradables. Iba a ser un espejo y devolver aquello que le repelía. Lo hacía con la comida. Su hermano menor odiaba el melón. No podía siquiera olerlo sin sentir repulsión. Rubén en cambio comía melón, lo hacía frente a su hermano cuando se molestaba con él y con sus padres. No era su fruta predilecta, pero le daba placer la repulsión de su hermano y sus padres. También comía tacos de vísceras de cabrito. Aquella comida tan común en Monterrey (el cabrito, no las vísceras). A veces llevaba un tupper con vísceras fritas y tortillas a las reuniones familiares. Todos tan recatados y tan propensos a ofenderse. Rubén comía sus tacos de vísceras a propósito. No soportaba las reglas tan estrictas de su familia. La cultura punk le había enseñado a no soportar el ensuciarse él mismo, sino que debía regresar la suciedad que recibía. Todo lo empeoraban las luces, claro está. Si de por sí aguantar las estrictas reglas de una familia adicta a las reglas es un trabajo completo, hacerlo con una condición tan extraña como la suya solamente lo hubiera conducido a la locura. No había alternativa a la cultura punk.

Rubén pasó por la universidad local, no le gustó demasiado la carrera pero la terminó. Con mucho esfuerzo consiguió un trabajo en una oficina. Por fin pudo independizarse, salir de casa, que alivio. Fue a vivir con compañeros de departamento, que es lo común.

Un día Santiago, un compañero suyo invitó a un primo al departamento para tener un pequeño convivio. El departamento no era nada del otro mundo, lo necesario para jóvenes trabajadores, un poco menos de lo necesario quizá. Aún así estaba bien ubicado y tenía un pequeño lujo: una lavadora. En fin, el primo de Santiago llegó a casa con su pareja y su hija pequeña, tendría a lo más dos años. Rubén claro, estaba invitado a convivir. Después de cenar pasaron a la sala y charlaron un rato, tomaban cerveza. Los niños le gustaban a Rubén, son criaturas ridículas por naturaleza, fuentes de una infinita invención y un gozo espontáneo por vivir. Veía a la niña jugar mientras los demás hablaban, le divertía. A diferencia de la niña, el primo de Santiago no terminó por agradarle, se veía en su cara una altivez repugnante.

— He pensado últimamente en lo importante que es para un niño jugar. Se me hace una barbaridad que metan tan pequeños a los niños a la escuela.

Dijo Rubén. El padre de la niña lo vio extrañado y dijo algo que Rubén no pudo registrar porque en ese momento las luces de la sala se le hicieron insoportables. Se tapó los ojos pero fue demasiado. Se levantó, se disculpó y se tuvo que ir a su cuarto con la luz apagada. Como pudo se acostó y durmió.

Pasaba el tiempo y Rubén se metió a fondo en su trabajo. Para alguien que se había acostumbrado a la soledad el trabajo representaba más que trabajo, representaba su fuente de orgullo y misión de hacer algo bueno por la sociedad. Su jefe no era una buena persona. Quería la atención todo el tiempo y denigraba a los demás. Dejaba en claro que él era el líder, el genio creativo de la oficina. Era un ambiente difícil de sobrellevar. Rubén no se preocupaba demasiado ya que estaba seguro en sus habilidades. Un día en una junta sucedió el desastre: Rubén propuso una idea mejor a la de su jefe y la dijo frente a todos en una junta. Él pensaba que era un motivo de alegría personal, demostraba que hacía bien lo que hacía. Los demás trabajadores se voltearon desentendidos.

— Estás despedido, nadie me deja en ridículo bajo ninguna circunstancia. Empaca tus cosas.

dijo el jefe.

Terminó la junta y Rubén no lo podía creer. Fue a su escritorio y recogía sus cosas. Llegó un compañero y vio su cara sollozante y le dijo con una sonrisa en el rostro que no se preocupara, ya encontraría algo mejor, por lo pronto él tomaría su puesto. Rubén estaba destrozado. Tenía coche y regresaba al departamento, era de noche. A penas podía ver entre las lágrimas y las luces, las malditas luces. Ni siquiera se enteró bien cómo sucedió el accidente, pero era lógico pensar que ya no pudo ver más la avenida y chocó con otro coche que venía en el carril contrario. Despertó nuevamente en el hospital, donde le explicaron lo que había sucedido. Su jefe le mandó un e-mail diciendo que todo había sido un malentendido, seguía teniendo trabajo. Rubén no podía entender lo que pasaba. A penas pudo, fue a ver a la otra persona con la que había chocado, que conducía el otro coche. Era una chica y estaba en el mismo hospital por una pierna y brazo rotos pero afortunadamente, nada más. Rubén se disculpó y notó que era muy agradable. Después la invitó a salir y se llevaron muy bien. Después del accidente en auto a Rubén le dejaron de atormentar las luces. Así como llegaron, así se fueron.


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