Vivimos tiempos enamorados de la tecnología. Sea para vender más aparatos, mostrar superioridad política o por mera diversión, se habla mucho de las bondades, de los peligros y de los efectos colaterales de las mismas. Pensemos en los smartphones, más allá de ser una herramienta útil para obtener información de un mapa, o algún conocimiento humano, se ha convertido en parte del cuerpo mismo de las personas. Al pensar en una persona en particular podemos asumir, sin pérdida de generalidad, que poseerá un smartphone, así como podemos suponer que tendrá dos manos y dos pies. Claro que esto no incluye a toda la humanidad.
Mucho se ha hablado en el último año sobre inteligencia artificial, especialmente desde que el gran público (incluyéndome) conoció uno de los modelos grandes de procesamiento de lenguaje: ChatGPT. Hasta hace poco, los seres humanos eran la única fuente para el procesamiento mecánico de textos.
Sin embargo, por más impresionantes que nos parezcan, las inteligencias artificiales aún no han alcanzado el límite que tanto puede asombrar y causar terror: el de la voluntad propia. Y no es para menos, ya que dichas inteligencias tienen acceso a grandes cantidades de información y un poder de procesamiento impresionante. Así pues, existen programas de investigación dentro de los centros de desarrollo de estas tecnologías para asegurarse, no tanto de la obediencia de dichas inteligencias, sino de su alineación de fines. Así pues, si una inteligencia general artificial llegara a crearse, por lo menos nos gustaría que tuviera fines acordes a la humanidad. ¿Es posible que una inteligencia llegase al límite de la voluntad propia?
Si seguimos a Schopenhauer, no parecería sorprendente que una inteligencia artificial, de alguna forma obtuviera voluntad, ya que la voluntad (según él) es intrínseca a lo que existe. Sin embargo, está ahí donde la ciencia no puede llegar. Constituye la cosa en sí, el noumenon kantiano. La corporeidad y la animalidad es la objetivización de la voluntad inmanente de la materia. Permanece, sin embargo, el misterio de la transmisión de esta voluntad abstracta hacia el sistema nervioso animal, de una tortuga, por ejemplo. Sin embargo, el momento en que la inteligencia artificial obtuviera voluntad pasaría, hasta donde se sabe, por accidente. El ser humano no sabe, hasta la fecha, cómo producir voluntad, o destilarla de la materia, en términos schopenhauerianos.
Así pues, podemos aprovechar el enamoramiento con la tecnología, así como el desarrollo de las inteligencias artificiales para asombrarnos de seres simples con voluntad propia: las tortugas marinas. En temporada de anidamiento miles de tortugas nadarán miles de kilómetros para arrastrarse en la arena, cavar un nido, depositar 118 huevos en promedio, cubrirlos nuevamente y arrastrarse nuevamente de regreso al mar. En una temporada harán esto de 5 a 7 veces. Éste es un ejemplo concreto de la especie Chelonia mydas en las isla de Gran Caimán, según René Márquez narra en “Las tortugas marinas y nuestro tiempo”. Así también, las tortugas deben buscar alimento, aparearse y en fin, nadar sobre el ancho dorso del mar. Deben sortear depredadores, como los tiburones, y últimamente, lidiar con el deterioro de su entorno a mano de los seres humanos.
Las tortugas se juntan en grupos compactos en el mar, llamados flotillas. Hasta donde sabemos, las tortugas carecen de algo parecido a la racionalidad. Tienen, sin embargo, un gran sentido de la orientación en el mar. Se sabe que recuerdan la playa exacta donde nacieron. Se orientan con gradientes de temperatura, corrientes marinas, e incluso, se especula que utilizan (en base a algún mecanismo desconocido) el campo magnético terrestre. Utilizan el olor, el oleaje e incluso la flora y fauna. Las tortugas carecen de algún tipo de lenguaje que sepamos. Sin embargo, al menos fenomenológicamente, son seres con una inmensa voluntad para vivir. No debería ser complicado demostrar que tienen voluntad propia: deciden donde anidar, buscar alimento, la pareja de apareamiento. Se asustan con mucha luz en la noche, etc.
Llevan existiendo en la Tierra desde hace 200 millones de años, prácticamente la eternidad. Pensemos en la especie humana vista desde el punto de vista de las tortugas: esos monos ya caminan erguidos; míralos, ya hablan; mira, construyen pirámides; ahora tienen luz en la noche, que molestos. Este animalillo lento, de mirada inocente no se ha dado cuenta de sus hondas raíces en la historia del planeta y de su gran perseverancia.
A pesar de ello, la explotación de las tortugas para consumo de carne y huevos ha llevado a que sus poblaciones decaigan. Por fortuna hay estrategias y acciones de conservación. Los humanos han ayudado a que más tortugas de lo normal lleguen al mar, cuidando sus nidos. Sus números han mejorado ya que estos programas llevan algún tiempo.
Las tortugas constituyen especies que deben conservarse como vestigio a la voluntad y la perseverancia ante la adversidad.
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